La medida del hombre es inmensa comparada con la de este virus pero a la vez es casi imperceptible en el universo infinito, que se mide en años luz, aunque es inconmensurable. Un misterio.
En la oración recibimos desde muy muy lejos o desde muy muy íntimo, desde el Cielo donde está el Padre, o desde el Cielo que vive dentro nuestro, indicaciones que de atenderlas modifican nuestra vida de todos los días en cuestiones de vida o muerte. La exhortación a obedecer grita desde el amor a la vida.
El virus desde el silencio mismo de la materia, amenaza. Amenazas de muerte a la vida, tesoro agraciado confiado a nuestras manos, a manos adiestradas por el obrar del Espíritu de quien se deja enseñar por Él.
La ciencia ha aguzado la vista hasta lograr, de algún modo, “ver” estas mínimas proteínas. Esfuerzos sudorosos para neutralizar su fuerza destructiva en centros de estudios e investigación; inteligencias embriagadas de conocimientos, de ingenio y creatividad. Mientras en la vida sencilla de todos los días, el que lo ignora y se expone al contagio sufre y contagia y si es débil, muere, cuando es invadido.
Podemos ver lo que pasa. Podemos contabilizar a los contagiados y a los que el contagio les recuerda que somos del polvo de la tierra con un soplo divino en el alma… y que al polvo volveremos. La obediencia a las normas de cuidado a lo largo y ancho del mundo es increíblemente mayoritaria. Un consenso pensado imposible, hasta que apareció quien manda: el virus. Y manda en estos días más que ningún otro. Como otras muchas veces ocurrió antes en la familia humana.
El Espíritu nos atrae dulcemente a la obediencia de la Palabra sagrada, que insufla la Vida, en la vida de la tierra.
Por los sencillos, los humildes, los pobres de corazón, un río caudaloso y manso, desde el silencio mismo del Espíritu, renueva la faz de la tierra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario